¿Ajá, y qué pasó?

A mí me gustan los buses. Los grandes, que aquí en Bogotá los hay pequeñitos y cerrados. Y uno como que no entra, y si entra, como que se dobla, y si se dobla, como que se ahoga.

Habría tenido que escribir estas líneas hace dos semanas. Masha quiere colgarme. Por eso empiezo así, con prisa, repitiendo las palabras, para que se multipliquen y al final yo pueda salir con algo. Con algo para Masha, claro.

En Bogotá, los buses son grandes, pequeños, medianos, sucios, trompones, sin trompa, de ventanas pequeñas o grandes, casi siempre cerradas porque aquí el frío es todo el año. Cada cinco minutos, alguien se sube al bus y buenas tardes señoras y señores, buenas tardes, perdonen que los interrumpa, perdonen pero es que yo tengo que darle de comer a mis tres, cuatro, cinco hijos y por eso le vendo el maní, la pulsera, el lápiz, el libro, la cartera, el dulce… o le pido plata, así, sin más.

Esto es Colombia. O Locombia, como guste.

La cosa es que hace como dos semanas me subí a un bus allí en la diecinueve con cuarta, que es una avenida grande e importante de Bogotá. Me subí, pagué el precio del pasaje. (Antes le di la vuelta al controlador, un día les muestro la foto de uno. En Bogotá todos los buses tienen controladores, unos torniquetes grises, a la entrada del bus. Mi hermano dice que de tanto controlador va y le sale un tumor a uno.) Bueno, que me subí al bus y me senté; detrás de mí, dos chicas conversaban; más allá, entre un puesto y otro, conté más o menos cuatro personas, cuatro gatos, dice uno.

Espero a que el bus arranque. Pasan diez minutos y el bus sigue allí, estacionado, mientras el conductor habla a los gritos con un policía de tránsito. Que entienda señor agente que todo el mundo lo hace, que yo recogía pasajeros… Pregunto a las dos chicas si saben algo de la situación. Parece que le van a poner un parte (una multa por parquear en lugar indebido). Bueno, que nada.

Espero cinco minutos más. El bus sigue allí, estacionado.
Hay que hacer algo.

Hablo una vez más a las chicas y les pregunto si quieren acompañarme a decirle al conductor que nos devuelva el dinero del pasaje y nos deje bajar. Se miran una a la otra, hacen cara de mejor no y responden que para qué, que igual vamos a seguir allí, que ese señor está enojado y va y nos grita y… las excusas que se escuchan cuando uno vive en Colombia y la gente no quiere reclamar sus derechos.

Decido hacerlo sola (no es que yo me crea la súper mujer, es que ya estaba un poco cansada, y bueno, qué falta de respeto y hay que hablar, hay que hablar, dice uno). Otra chica se llena de valor y me respalda. Hablamos con el conductor de tránsito, el hombre dice que el conductor no tiene derecho a retenernos, que debe devolver el dinero; el conductor dice que no, que hablemos con el policía, y así más o menos diez minutos. El policía nos dejar ir...Ya ha pasado casi media hora…

Entre la diecinueve y mi casa hay un trancón de más o menos hora y media. Calculen todo lo que le pasa a uno por la cabeza en hora y media de trancón…Son muchos elefantes, muchos.

Me siento en mi puesto y me da vergüenza, vergüenza porque en Colombia el cincuenta por ciento de la población es joven, el cincuenta por ciento de la población es gente como yo y como los cuatro gatos, y ese cincuenta por ciento de la población, hoy, y mañana, actuará como los cuatro gatos, como las dos chicas… actuará callando... Y a ver qué pasa.

Por fortuna, a mí me gustan los buses.
 
 

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